La fraternidad de Herbón unida por Santa Clara
Hay días en que el tiempo se pliega sobre sí mismo, y el pasado y el presente se abrazan con la fuerza de un torrente. Así fue la jornada vivida en Tui bajo el amparo de Santa Clara, un día en que la gran familia de la Asociación Sociocultural de antiguos alumnos franciscanos de Herbón (ASAFA) demostró que hay lazos que ni la distancia ni los años pueden desgastar.
El sol de agosto bañaba las laderas del Monte Aloia, un escenario natural que parecía contagiado por el espíritu de San Francisco. Desde primera hora, el aire se cargó de una electricidad gozosa, la de la anticipación del reencuentro. Algunos, con el alma aventurera que nunca perdieron, habían aprovechado para desandar los senderos del parque, ascendiendo a sus miradores para contemplar el Miño como un lazo de plata uniendo dos tierras hermanas. Otros, cruzaron esa misma frontera líquida a bordo del Tren Turístico, dejándose mecer por el encanto de Valença do Minho, trayendo consigo el aroma de otro país y la misma alegría compartida.
Pero el verdadero destino, el punto donde todos los caminos convergían, era el restaurante enclavado en el monte. Y allí, la magia estalló. Cada coche que llegaba, cada rostro que aparecía, era el detonante de una explosión de afecto. Los abrazos no eran meros saludos; eran máquinas del tiempo que transportaban a aquellos hombres a los patios y aulas del convento de Herbón. Eran abrazos que reconstruían puentes sobre décadas, saludos que resonaban con el eco de las voces adolescentes y miradas que reconocían en las arrugas del amigo la misma chispa de la juventud.
A la familia de ASAFA se unieron esposas, hija, nieta y miembros de la Orden Franciscana Seglar y colectivos de la Parroquia San Francisco de Tui, tejiendo una red de fraternidad aún más amplia. Y aunque la memoria era el uniforme invisible que todos vestían, uno bien visible se extendió entre la mayoría: una camiseta con un lema que era más que tinta sobre algodón, era el ADN de su formación: «Haz todo el bien que puedas, sin esperar nada a cambio».
La comida fue un banquete de recuerdos. Entre el bullicio de las conversaciones y el chocar de las copas, las anécdotas fluían como la bebida, resucitando travesuras, vocaciones y sueños forjados bajo la tutela franciscana. En medio de esa atmósfera de camaradería, un momento cargado de especial emoción detuvo el tiempo. Era el cumpleaños de uno de ellos, de un compañero que el destino había llevado por caminos de alta responsabilidad: Monseñor Rodríguez Carballo. Al levantarse, el actual arzobispo de Mérida-Badajoz no era la autoridad eclesiástica, sino simplemente «Carballo», el amigo. Su «graciñas», pronunciado con la voz quebrada por la emoción, fue un agradecimiento profundo, no por el detalle, sino por el tesoro de una amistad y un compañerismo que el tiempo y los títulos no habían hecho más que aquilatar.
Y como no podía ser de otro modo en una reunión de hijos de Herbón, la música tomó la palabra. Fieles a su inquebrantable enseñanza musical, las canciones brotaron espontáneas, entrelazando voces y corazones. El repertorio, extraído del alma de su memoria colectiva, alargó una sobremesa que se hizo corta, muy corta, suspendida en la alegría contagiosa de sentirse, una vez más, en casa.
Pero la jornada guardaba un segundo acto, más solemne pero igualmente fraternal. Con el sol ya buscando el ocaso, los pasos de la familia franciscana se dirigieron al corazón espiritual de Tui, a la iglesia del Convento de las Clarisas. El murmullo festivo del monte dio paso al silencio reverente del templo.
Allí, presidiendo la Eucaristía, estaba de nuevo Monseñor Rodríguez Carballo, flanqueado por otros prelados y compañeros de seminario, como Lista y Carbajo, que horas antes habían compartido con él pan y mesa. La celebración se elevó hacia el cielo en las voces de la Schola Cantorum Herbonensis, el coro de los antiguos alumnos. Cada nota era una oración, un tributo a los valores de Santa Clara y San Francisco, cuyo espíritu impregnaba cada rincón de la iglesia.
En aquel sagrado momento, al conmemorarse el 800º aniversario del «Cántico de las Criaturas», el «Laudato si'» de San Francisco pareció cobrar vida. El hermano sol que se despedía tras los muros del convento y la hermana fraternidad que llenaba las bancas se unieron en una misma alabanza. El pan y el vino se compartían ahora con la misma naturalidad con la que horas antes habían compartido la comida y la palabra en el monte.
Al terminar, en el aire de Tui no solo flotaba el eco de los cantos litúrgicos, sino la certeza de un vínculo indestructible. La jornada de Santa Clara no fue solo un encuentro; fue la reafirmación de una familia elegida, unida por el recuerdo, fortalecida por la fe y comprometida, hoy como ayer, a seguir haciendo todo el bien posible, sin esperar nada a cambio. Un canto a la vida, a la amistad y a una fraternidad que nació en Herbón y que, a todas luces, es eterna.